La autofobia: el terror a nosotros mismos

La iden­ti­dad con la naturaleza,  el clan, la religión, otorga seguridad al individuo; éste pertenece, está arraigado en una totalidad estructurada dentro de la cual posee un lugar que nadie discute. Puede sufrir por el hambre o la represión de satisfacciones, pero no por el peor de todos los dolores: la soledad completa y la duda.

Erich Fromm

22

Agosto, 2018

 

 

}

6 minutos de lectura

¿Qué es la soledad moral?

Nos aterra la soledad. El miedo al aislamiento es uno de los temores instintivos más arraigados en el ser humano. Tan pronto como tomamos conciencia de nuestra existencia como seres individuales y diferenciados del resto, buscamos la manera de renunciar a este privilegio, adoptando los símbolos, valores y creencias de la comunidad que nos rodea. Dicho de otro modo: para no sentirnos solos y desamparados, construimos nuestra identidad imitando la de los demás, integrando la apariencia, el criterio, los valores y las costumbres de nuestro entorno como si fueran nuestros.

Ahora no estamos refiriéndonos a la soledad en un sentido físico, sino moral. Un prisionero político puede estar físicamente aislado en una celda, y aun así sentirse respaldado por sus compañeros de lucha; un turista americano puede estar solo en un país asiático, y continuar juzgando todo lo que descubre desde el prisma de su cultura; un intelectual ermitaño puede refugiarse en lo alto de una montaña, y aun así sentirse en contacto con la humanidad mediante sus lecturas. La soledad física no supone una carga si sentimos que pertenecemos a algo; si compartimos el lenguaje, las normas y los valores de un grupo con el que nos sentimos identificados. La soledad moral, en cambio, es insoportable: aunque pasemos la mayor parte del tiempo solos, nuestra identidad no podría sostenerse si no nos sintiéramos conectados con alguien.

Prueba de este fenómeno es que durante los últimos años nuestra sociedad asiste a una paradoja histórica: nunca antes habíamos pasado tanto tiempo aislados de los demás, y a su vez, nunca nos habíamos sentido tan acompañados. Las redes sociales, los móviles y los sistemas de mensajería instantánea han trazado un puente que nos permite evadir la soledad constantemente. Desde primera hora de la mañana hasta el último minuto antes de acostarnos, tenemos la impresión de estar en contacto con nuestra familia, nuestros amigos y nuestros compañeros de trabajo –aunque ni siquiera los veamos.

Sociedad, de Dejon

Pertenecer para ser

Poco importa si hablamos de “la familia”, “la pareja”, “la clase media”, “los intelectuales”, “los cristianos”, “los antisistema”, “los veganos”, “los catalanes”, “los frikis” o “los marginados” –pertenecer a un grupo social supone un consuelo porque alivia al ser humano de una de sus mayores cargas: tener que definirse. Ante el misterio de la existencia, los grupos nos hacen sentir parte de algo mayor: nos dan un objetivo, y con ello, una identidad. Son el perfecto antídoto contra la soledad moral: mediante sus causas, sus aliados y sus enemigos, definimos nuestras opiniones y nuestra manera de actuar. Sentir que pertenecemos a un colectivo que comparte nuestras mismas ideas es condición necesaria en nuestro desarrollo como personas. Esto se hace particularmente evidente cuando conocemos a alguien y, para averiguar con quién estamos hablando, estudiamos los grupos a los que pertenece (su trabajo, sus aficiones, sus opiniones políticas, etc.).

Lamentablemente, el sentimiento de pertenencia se cobra un precio muy alto: nuestra libertad. Estamos tan obstinados con sentirnos aceptados por el resto que gustosamente renunciamos a nuestro propio criterio. Si analizamos aquellos aspectos que consideramos parte esencial de nuestra personalidad, descubriremos que en realidad sólo son plagios de comportamientos análogos que hemos visto en los demás. Nuestras inclinaciones políticas, nuestras aficiones, nuestra vestimenta, nuestro sentido del humor e incluso nuestras expresiones y nuestros gestos –todo aquello que consideramos “propio” lo hemos mimetizado de manera inconsciente observando a las personas que nos rodean.

¿Por qué necesitamos imitar?

Desde nuestra más tierna infancia buscamos la manera de ser aceptados por los demás. Sin darnos cuenta, en este empeño nos definimos a nosotros mismos. Al principio construimos nuestra identidad basándonos en el criterio de nuestros padres. Por ejemplo: si un día vemos a nuestro padre celebrando que ha ganado el Real Madrid, nos sentiremos atraídos por este equipo aunque ni siquiera sepamos nada sobre él –la necesidad de sentirnos aceptados por nuestro padre bastará para que sus ideas devengan máximas: «el Real Madrid es el mejor equipo del mundo».

Con el tiempo las opiniones de nuestros padres se quedan obsoletas, pero no así lo hace nuestra necesidad de pertenencia. Durante la adolescencia, aunque todavía no tengamos suficiente criterio para pensar por nosotros mismos, ya no queremos seguir obedeciendo a las expectativas de nuestros progenitores. Nos sentimos distintos a ellos y queremos hacerlo patente; pero para eso necesitamos dar con una respuesta sencilla a una pregunta muy compleja: ¿quién soy? Aterrados por esta incerteza, reconstruimos nuestra identidad buscando nuevos referentes en nuestra propia generación: «soy swagger», «soy rapero», «soy moderno», pero también «soy normal». En última instancia, nuestro objetivo sigue siendo el mismo: que nos acepten; por ello imitamos a las personas que nos resultan interesantes con la esperanza de que crean que somos iguales.

¿Por qué es tan importante que nos acepten?

Para responder a esta pregunta debemos remontarnos al origen de nuestra existencia. Llegamos a este mundo siendo uno con nuestra madre: nos desarrollamos en su vientre, experimentando la realidad a través de ella. El parto constituye una experiencia traumática porque supone la separación, la pérdida de esa unidad inicial, y con ella el abandono de un espacio donde todas nuestras necesidades estaban cubiertas. Aunque el nacimiento también representa nuestra diferenciación como seres independientes, todavía tendrá que pasar mucho tiempo antes de que el bebé entienda esta distinción: en términos funcionales, seguirá siendo uno con su madre durante varios años –alimentándose de su pecho, moviéndose con ella y dependiendo de su cuidado para todos los aspectos de su existencia.

El desarrollo del sistema nervioso permite que el niño adquiera las aptitudes físicas y mentales necesarias para distinguir el mundo de sí mismo: descubre que puede mover y manipular los objetos; comienza a recordarlos e imaginarlos, construyendo asociaciones mentales entre ellos (p. ej.:
“pecho = alimento”, “cuna = sueño”). También percibe que sus padres le identifican con un nombre diferenciado; que sus voluntades y apetencias no son siempre las mismas que las de ellos. En definitiva: comienza a experimentarse como un ser humano individual, distinto al resto del universo.

Esta toma de conciencia supone la primera experiencia de nuestra identidad, pero también de nuestra soledad. Un niño está completamente desvalido sin la ayuda de sus padres: necesita que le cuiden y le quieran para poder sobrevivir. Del mismo modo, un adulto tiene poco que hacer sin la cooperación con otros adultos –nuestro idioma, nuestro trabajo, nuestra apariencia y todos los aspectos de nuestra existencia están basados en el contacto con los demás. Por eso hacemos tantos esfuerzos para que el grupo nos integre; por eso nos preocupa tantísimo el rechazo de los demás.

Pertenecer a un grupo social supone un consuelo porque alivia al ser humano de una de sus mayores cargas: tener que definirse. Ante el misterio de la existencia, los grupos nos hacen sentir parte de algo mayor: nos dan un objetivo, y con ello, una identidad

La evasión ante el vacío

Existe otra razón por la que tememos la soledad moral y buscamos la pertenencia con tanta vehemencia. A diferencia del resto de animales, los seres humanos percibimos el impacto del tiempo sobre nuestra vida: comprendemos la enfermedad, la vejez, la mortalidad, así como el valor relativo de nuestra existencia en relación a todos estos fenómenos. Por ello nos sentimos infinitamente pequeños. En un universo que existe desde hace millones de años, donde los seres nacen y mueren en un ciclo incesante, ¿qué valor tiene mi existencia como individuo aislado? ¿Cómo puedo enfrentarme a las fuerzas del universo si no soy parte de algo más grande que yo mismo?

La pertenencia es la respuesta natural a estas preguntas. «Si adopto el mismo código de símbolos y valores que mi grupo de iguales, seré como ellos, seré parte de ellos. Lo único que tengo que hacer es imitarlos; no diferenciarme nunca del rebaño». El resultado es una sociedad compuesta por personas que, a pesar de ser libres para definirse, eligen ser idénticas al resto. Incluso los grupos antisistema –que reivindican una lucha contra los preceptos que nos gobiernan– adoptan una estética común para definirse como algo distinto.

Fotografía de Silvia Grav

El precio de temernos

La realidad silenciada es que no nos aceptamos a nosotros mismos. No hemos aprendido a querernos, por lo que dependemos del cariño y la aprobación de los demás. Por eso nos vestimos y nos peinamos como las personas que nos interesan. Por eso compartimos nuestros selfies, nuestras opiniones, nuestras relaciones, nuestras ocurrencias. Por eso dedicamos tanto tiempo a trabajar sobre nuestra apariencia. Definirse como un individuo completo exige pasar por el trance de la soledad moral: aceptar que, en última instancia, estamos solos en este universo. Mientras continuemos persiguiendo la aceptación de los demás, su opinión siempre pesará más que la nuestra –a pesar de que nunca podamos satisfacerla.

Éstas son las raíces de la Autofobia: el miedo a nosotros mismos; a nuestro vacío, a nuestro aislamiento, a tener que escucharnos y definirnos. Como es natural ante cualquier fobia, nuestro recurso es evadirnos: escapar del objeto de nuestro temor buscando la aceptación de un colectivo. No nos damos cuenta de que para ello tenemos que renunciar a nuestra esencia, convirtiéndonos en el mero reflejo de lo que los demás esperan.

Consideramos que la libertad es una de las mayores ganancias de estos últimos siglos, pero olvidamos preguntarnos para qué queremos la libertad.  ¿De qué sirve la posibilidad de expresarnos si sólo vamos a decir lo mismo que el resto? ¿Cuál es el sentido de la libertad de elección si no construimos nuestro propio criterio?

Eric Álvarez

Soy Psicólogo, especialista en Psicopatología Clínica. Me considero un apasionado del ser humano que ha dedicado la mayor parte de su vida adulta a investigar el comportamiento de las personas, aunque ha sido especialmente a través de mis propios conflictos que he podido llegar a entender los de los demás. Como me encanta escribir y explicar, desde hace algún tiempo intento difundir todo lo que  aprendo a través de artículos que resulten amenos y accesibles.

Sucríbete

¿Quieres recibir un email siempre que publiquemos un artículo?