Pertenecer para ser
Poco importa si hablamos de “la familia”, “la pareja”, “la clase media”, “los intelectuales”, “los cristianos”, “los antisistema”, “los veganos”, “los catalanes”, “los frikis” o “los marginados” –pertenecer a un grupo social supone un consuelo porque alivia al ser humano de una de sus mayores cargas: tener que definirse. Ante el misterio de la existencia, los grupos nos hacen sentir parte de algo mayor: nos dan un objetivo, y con ello, una identidad. Son el perfecto antídoto contra la soledad moral: mediante sus causas, sus aliados y sus enemigos, definimos nuestras opiniones y nuestra manera de actuar. Sentir que pertenecemos a un colectivo que comparte nuestras mismas ideas es condición necesaria en nuestro desarrollo como personas. Esto se hace particularmente evidente cuando conocemos a alguien y, para averiguar con quién estamos hablando, estudiamos los grupos a los que pertenece (su trabajo, sus aficiones, sus opiniones políticas, etc.).
Lamentablemente, el sentimiento de pertenencia se cobra un precio muy alto: nuestra libertad. Estamos tan obstinados con sentirnos aceptados por el resto que gustosamente renunciamos a nuestro propio criterio. Si analizamos aquellos aspectos que consideramos parte esencial de nuestra personalidad, descubriremos que en realidad sólo son plagios de comportamientos análogos que hemos visto en los demás. Nuestras inclinaciones políticas, nuestras aficiones, nuestra vestimenta, nuestro sentido del humor e incluso nuestras expresiones y nuestros gestos –todo aquello que consideramos “propio” lo hemos mimetizado de manera inconsciente observando a las personas que nos rodean.
¿Por qué necesitamos imitar?
Desde nuestra más tierna infancia buscamos la manera de ser aceptados por los demás. Sin darnos cuenta, en este empeño nos definimos a nosotros mismos. Al principio construimos nuestra identidad basándonos en el criterio de nuestros padres. Por ejemplo: si un día vemos a nuestro padre celebrando que ha ganado el Real Madrid, nos sentiremos atraídos por este equipo aunque ni siquiera sepamos nada sobre él –la necesidad de sentirnos aceptados por nuestro padre bastará para que sus ideas devengan máximas: «el Real Madrid es el mejor equipo del mundo».
Con el tiempo las opiniones de nuestros padres se quedan obsoletas, pero no así lo hace nuestra necesidad de pertenencia. Durante la adolescencia, aunque todavía no tengamos suficiente criterio para pensar por nosotros mismos, ya no queremos seguir obedeciendo a las expectativas de nuestros progenitores. Nos sentimos distintos a ellos y queremos hacerlo patente; pero para eso necesitamos dar con una respuesta sencilla a una pregunta muy compleja: ¿quién soy? Aterrados por esta incerteza, reconstruimos nuestra identidad buscando nuevos referentes en nuestra propia generación: «soy swagger», «soy rapero», «soy moderno», pero también «soy normal». En última instancia, nuestro objetivo sigue siendo el mismo: que nos acepten; por ello imitamos a las personas que nos resultan interesantes con la esperanza de que crean que somos iguales.